LAS RUTAS Y LOS AÑOS
Del sur vino el Inca presuntuoso. Su padre había desbrozado el camino, sometiendo caciques, desterrando mitimaes, pero solo con el hijo nacido en Tomebamba, el Tahuantinsuyo comprendió, en verdad, las cuatro partes del mundo: solo el plantaba la bandera de Manco Cápac en el tibio valle quiteño vencedor del fuego y de la nieve. Plantó la bandera, exornó su frente con la esmeralda de los Shyris y amó frenéticamente a la joven princesa quiteña. Cuando el príncipe que ella parió fue convirtiéndose en hermoso y fiero cachorro, la suerte estuvo echada. Embrujado por la tierra y el amor, el monarca del Cuzco se quedó a vivir en la región del sol inmóvil y el aire refulgente. Allí reinó su hijo Atahualpa, entre lanzas y mujeres: de allí salió a vencer al hermano rebelde, y le hablaron por primera vez de los hombres blancos portadores del trueno que habían llegado del mar.
Vinieron del mar y lo mataron a garrotes, después de que arrojó al suelo el libro ofrecido por el fraile untuoso. Aunque sus súbditos huyeron a espantaperro, los conquistadores los cazaron para salvar sus almas fecundando a sus mujeres y obligándoles a edificar inmensos templos de dioses desconocidos, cuyas torres buscaba con mirada febril el rey felipe desde los patios de El Escorial.
Del mar vinieron también marqueses, cruces, soldados, frailes, porquerizos, a mezclarse en las camas o en los caminos con la turbamulta aborigen, y del mar, negros enhiestos, chinos entecos: esclavos de todo color.
Del norte vino Bolívar en su blanco caballo, derribando castillos, esparciendo ilusiones, mientras seglares y frailes lo arreglaban todo para que pudiese arar en el mar.
De un prostíbulo del norte vino asimismo el rudo general que se alzó con el santo y la limosna y fundó una república -tan fácilmente como había fundado un hogar - en la gran hacienda donde se arrastraban los indios inermes, mugían los negros flagelados, se hacinaban los chagras en hediondos zaquizamíes, iniciaban su comercio las putas, bailaban rigodón damas de crinolina, tosían los montubios tísicos, bebían ginebra ingleses rubicundos, peroraban diputados a contrata ( como lo hacen hasta el día de hoy), mercaderes avispados vendían géneros y compraban cacao.
En su alcoba de Quito, a la luz de un quinqué, Pedro Moncayo discutía con Francisco Hall –un inglés que amaba la filosofía más que las libras esterlinas- la orientación de su periódico. “Defender a los oprimidos y atacar a los opresores”, comenzó a escribir Moncayo.
Ciento sesenta días después, las monjas del Carmen mandaban a cubrir el cadáver desnudo del filósofo inglés balanceándose de un poste de la Plaza de San Francisco, entre el tañido persistente de todas las campanas del mundo.
>> PEDRO JORGE VERA<<
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